La fundación de las hermanitas del Cordero –dominicas– cuenta ya con veintisiete años, la de los hermanitos con veinte; aunque en el origen de esta fundación podemos encontrarnos, naturalmente, con una «pre-historia» que arrojará luz a las etapas siguientes. Deberemos remontarnos al año 1968 y a los años posteriores.
París 1968
Algunas hermanitas de la Congregación Romana de Santo Domingo residimos en París, en el corazón del Barrio latino, el barrio del Odéon. Nos encontramos entonces en plena revolución llamada «cultural»; sopla un viento violento, dejando tras de sí caos y desorden. Marx, Hegel, etc. se convierten para muchos en maestros del pensamiento; las comunidades eclesiales resultan afectadas y buen número de sacerdotes y religiosos abandonan el sacerdocio y la vida consagrada. En nuestra pequeña comunidad, que acoge una residencia femenina de estudiantes, algunos adoquines caerán sobre el terrado, pero nada de de esto podrá separarnos del amor de Jesús que va creciendo en nuestros corazones. El amor fraterno con el que vivimos y el soplo del Espíritu son más fuertes. Colocamos un anuncio en la ventana de la capilla, así todo el que pasa puede leer: «capilla abierta al público».
Comienzan a aproximarse jóvenes universitarios. Por mi parte, gozaba del inmenso privilegio de estudiar a los Padres de la Iglesia en la universidad de la Sorbona, con un grupo de profesores cristianos que se tenían en pie en medio de la borrasca y a quienes los vientos más fuertes no hacían vacilar. Un día, en un aula, una estudiante gritó: «¿Quién ha perdido esto?» Yo, que iba revestida del gran hábito dominico, reconocí mi rosario, me declaré propietaria y me lo entregaron. A raíz de entonces, un buen número de entre aquellos estudiantes empezó a aproximarse a nuestra comunidad.
Aumenta el grupo que se une a las celebraciones litúrgicas. Juntos bebemos en las fuentes de Oriente y Occidente, contemplamos por largo tiempo los iconos de la Trinidad, de la Virgen y de Cristo, estudiamos la Summa de santo Tomás de Aquino y, por encima de todo, el Evangelio.
Jóvenes hermanos dominicos en una situación idéntica a la nuestra se nos unen. También ellos son jóvenes patrólogos, aman la Iglesia, a Jesucristo y su Evangelio. «Acudíamos asiduamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la fracción del pan, a la oración» (cf. Hechos de los Apóstoles 2, 42). Una palabra retornaba con frecuencia en nuestras oraciones:
Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños» (Mateo, 11, 25). «Pequeños», sí, era preciso entregarse a esta gran bendición de Jesús y dejarnos conducir, movidos por el Espíritu de alabanza y consuelo, a lo íntimo de la Vida trinitaria. Así que, sin cesar, cantábamos a la bienaventurada y vivificante Trinidad:
¡Oh bienaventurada Trinidad,
eterna fuente de la vida,
santifícanos con tu presencia!
Cantemos por siempre tu Gloria!
Experimentábamos que no había revolución posible sino en lo profundo del corazón. Debíamos vivir del Evangelio de Jesús. Los Padres de la Iglesia eran nuestros maestros: Ambrosio de Milán y Agustín, Casiano, Sofronio de Jerusalén y Máximo el Confesor, y santo Tomás de Aquino, a quien el padre Hubert nos revelaba. ¡Tantos nombres amigos! Acoger la Tradición en la novedad del Hoy de Dios, en el corazón de la Iglesia, bajo la inspiración del Vaticano II, tal era nuestro propósito, y finalmente, en el contexto de aquellos años… ¡una revolución!
En medio de esta tormenta, el Señor sigue construyendo su Iglesia sobre la roca de la amistad, gustando de una profunda unanimidad fraterna. En este mismo momento viviremos el primer encuentro con el padre Christoph Schönborn o.p., actualmente cardenal arzobispo de Viena, Austria. ¡Imposible imaginarlo entonces! Hoy por hoy, además, ¡es el padre de la Comunidad! Su divisa episcopal será precisamente: «A vosotros os he llamado amigos» (Juan 15, 15).
A la escuela de nuestro padre santo Domingo, que a su vez había recibido esta práctica del monje Casiano, meditamos la Palabra de Dios a la luz de los Padres de la Iglesia. Aprendemos de memoria el Evangelio, lo aprendemos «con el corazón» y, como dicen las Escrituras, lo «comemos», lo manducamos. Podéis leer lo que se le dice al profeta Ezequiel: «Come el libro » (cf. Ezequiel 3, 1), y para san Juan, en el Apocalipsis, el término es aún más preciso: «Devora el libro » (cf. Apocalipsis 10, 9).
Cada día, a la luz del Evangelio, nos hacíamos esta pregunta – lo que seguimos haciendo a día de hoy–: «¿Quién es Dios? ¿Quién es el hombre?» Y, ¿quién mejor que Jesucristo y el santo Evangelio pueden dar respuesta a esta pregunta? La vida, la verdadera vida, llena de amor y que hace vivir, nacía en nuestros corazones y triunfaba secretamente sobre el nihilismo ambiente. Jesús, manso y humilde de corazón, nos conducía por caminos de paz que la violencia del momento no podían emprender. Así pues, nuestra vida se hacía cada vez más marial: teníamos costumbre de rezar el rosario, devoción particularmente querida por santo Domingo, aunque la manducación del Evangelio nos unía a la Virgen tal y como nos la presenta el Evangelio: «María guardaba todas estas cosas en su corazón» (cf. Lucas 2, 19). Este pequeño grupo de estudiantes, de universitarios, de hermanos dominicos, permanece fuertemente unido alrededor de María. Recibimos un fervor renovado en la oración, y al contemplar el Misterio de Dios, los lazos de amistad se nos vuelven más profundos.
Ya no nos quedaba vino y resulta que se nos estaba ofreciendo gratuitamente el mejor. El grano de trigo caído en tierra había muerto, los ideólogos clamaban su victoria, pero no sabían que el grano de trigo caído en tierra, si muere, da mucho fruto (cf. Juan 12, 24).
En realidad, la vida en el Espíritu Santo emergía también en otros grupos provocando el nacimiento de nuevas comunidades, una verdadera primavera se vislumbraba en la Iglesia. Sobre las brasas de un fuego que parecía extinguirse, había soplado el Espíritu de Dios, y un nuevo fuego prendía secretamente en el corazón de todos los creyentes. La luz que las tinieblas no pueden vencer estaba en cada corazón (cf. Juan 1, 5), y una unción divina y santa venía a curar nuestras heridas. Jesús es verdaderamente Salvador y Señor, Él nos da su Espíritu, la Iglesia es nuestra Madre, nuestra Casa.
Pareciera que la revolución del mayo 68 deseara arrasar con todo a su paso, pero en el corazón de la Iglesia, como decíamos, había sido precedida por el concilio Vaticano II; una revolución, si así se la puede llamar, fundada sobre el amor a Dios y hacia todos nuestros hermanos en humanidad. El Concilio acababa de ofrecerle al mundo una Iglesia renovada por el Espíritu del Señor. La liturgia del Concilio nos permitía vivir al ritmo del corazón de Dios y de su amor por los hombres. El Evangelio guardado en nuestros corazones con María y vivido en el amor a Dios y al prójimo como alimento de la oración, es una fuerza de resistencia que vence todo desorden y todo mal. En el corazón de la Iglesia ha nacido la civilización del Amor. «Los torrentes no podrán apagarla, ni los ríos anegarla» (cf. Cantar de los Cantares 8, 7).
Santo Domingo y…
Domingo, el pobre «muchacho» en la noche
Durante nuestra oración y las noches de adoración, el grito de nuestro padre santo Domingo se convierte en el nuestro: «Misericordia mía, ¿qué será de los pecadores?», y añadimos: «de los cuales somos los primeros». En su oración, santo Domingo decía también sin cesar: «¡Sí, soy yo el que ha pecado!»
«Misericordia mía, ¿qué será de los pecadores? Este grito de nuestro padre santo Domingo que resuena en sus noches de oración y durante el día oprime su corazón, este grito de súplica, es el que percibe en el corazón de la misma Trinidad: Dios, Padre, amigo de los hombres, se vuelve hacia el Hijo, al que interpela diciendo: «Oh, Tú, Misericordia mía (expresión perfecta de mi amor misericordioso) ¿qué será de los pecadores?» Y el Hijo responde, tal y como nos dicen las Escrituras:
«¡He aquí que vengo! ¡Heme aquí, envíame!» (cf. Salmo 39, 8; Hebreos 10, 7).
Al comulgar con esta conmoción de la misericordia, Domingo se pone en marcha para la misión. E igualmente nosotros, confiándonos a su intercesión, bajo la orden de Jesús y de su Evangelio, también «vamos».
Empiezo a ir por las noches, con algunos jóvenes universitarios, a los barrios más difíciles donde se refugian «los que habitan en tinieblas» (cf. Lucas 1, 79). Así nos encontramos con los jóvenes más perdidos, con los pobres. No puedo olvidar el rostro de un “muchacho”, Domingo precisamente, de unos dieciséis años. Se me quedó grabado. Comenzaba la droga en París. Domingo se pinchaba con heroína y la muerte ya estaba inscrita en su rostro.
Ese día empecé a presentir que la impotencia que se experimenta junto al pobre, el miedo que a veces nos atenaza, dan lugar al amor que nuestro pobre corazón no puede producir, un amor hasta entonces desconocido. Sí, otro corazón late en el nuestro, el de Jesús que ama al pobre y le salva haciéndose uno con él, haciéndose uno conmigo. Sí, la Misericordia que nos envía hacia los pobres es un amor más fuerte que la muerte.
Del seno de estas tinieblas, en medio de tantos rostros de sufrimiento, surge la «Santa Faz» de Jesús que irradia esta luz del Amor que las tinieblas no pueden alcanzar. El “Divino Mendigo” buscaba nuestra fe, nuestro amor, nuestra adoración, para que en la noche de este mundo estallen la ternura del Padre y la consolación del Espíritu, el poder de la Resurrección, victoriosa de las tinieblas, del mal y de la muerte. Al permitírseme estas misiones nocturnas, se me había hecho una única recomendación: «¡No des nunca la dirección de casa!» Pero, sin que me dé cuenta, los pobres me siguen. Por sí mismos encuentran e “invaden” la casa, pronto llena. A partir de entonces los pobres forman parte de nuestra vida, están a la puerta, entran en casa, y vamos con ellos a donde su vida nos lleva. Podrían contarse aquí otros muchos episodios. Desde ahora, ellos trazan nuestro camino, un camino sin retorno.
Claro está, la residencia de estudiantes al tiempo que la acogida de los pobres no puede seguir adelante. Los locales no lo permiten, algunas familias se inquietan. Se pone todo en manos del Señor, invocamos juntos al Espíritu Santo. En un diálogo fraterno y orante se vislumbra la etapa siguiente.
Este primer encuentro -diríamos frontal, aunque también cordial- con los pobres, esta inmersión en el combate contra el mal y la muerte, en las tinieblas y la noche, nos dirige una segunda llamada: la llamada a la conversión, a la fe. La llamada a creer en el Evangelio, a ser simplemente uno con Jesús en su Pasión y Cruz vencedora de todo mal e incluso de la muerte. Tenemos, pues, que permanecer en oración al pie de la Cruz de Jesús.
Vézelay 1974
En agosto de 1974, vamos a pasar un tiempo de retiro en Vézelay, al pie de la colina, en una pequeña ermita franciscana, La Cordelle. En 1217, este lugar abrigó a algunos de los primeros compañeros de Francisco de Asís, entre ellos al hermano Pacífico; habían ido hasta allí para vivir y predicar el Evangelio. Hoy sus hermanos acogen a las nueve hermanas dominicas de París. Llegamos deseosas de escuchar la Palabra de Dios en este lugar de silencio y de luz en donde el Evangelio plantó con fuerza sus raíces. El retiro será predicado por el hermano Jean-Claude, franciscano. ¡Es un encuentro decisivo! Este hermano de Francisco vive habitado por el mismo deseo: la oración, la pasión por el Evangelio, la aspiración a transformarse en una sola cosa con Jesús, la necesidad de anunciar, como Jesús, la Buena Nueva a los pobres.
Algunos habrán oído contar una hermosa historia, el encuentro de Francisco y Domingo que se abrazaron un día… Francisco y Domingo eran pobres de Cristo, mendicantes. Nadie olvida que Francisco se desposó con la «Dama Pobreza»; no hay duda, para todos será siempre el “poverello”. Pero ¿quién recuerda que Domingo imitó la pobreza de Cristo Pobre1? La gracia de aquel encuentro de antaño estaba llegando hasta nosotros2. En adelante, nuestra historia se inscribiría en esta amistad que unía a nuestros padres santo Domingo y san Francisco.
Durante el retiro, una oración de súplica se repite sin cesar y resume todas las demás: «¡Señor, concédenos el don de la imposible pobreza de tu Evangelio!». Concluye el retiro… y nada más. No hemos sido capaces de idear ni la más pequeña propuesta humana para vivir con mayor intensidad el Evangelio tras los pasos de Domingo. Ninguna reflexión comunitaria sintetizada, ningún proyecto planificado; nada más que una inmensa esperanza, un don renovado de nuestras vidas. Dios proveerá.
Llega el momento de la dispersión, cada hermana se va a vivir un período anual de soledad. Dos hermanitas se quedan allí todavía unas horas, y entonces… un pequeño acontecimiento: un hermano franciscano, encantado de encontrarse con las dos hermanas, les dispara unas palabras que más bien suenan a mofa: «Si queréis vivir pobres… en el pueblo hay una casita. ¡Sus dueños os la prestan durante algunos meses!».
Ya en París, toda la comunidad de hermanas ve en esta propuesta de la casita de Vézelay un signo, una respuesta a nuestra oración. Sí, tenemos que ir. También los jóvenes universitarios lo ven como una señal. Las señales de Dios suelen ser muy pequeñas y, para colmo, nos espera lo desconocido… ¡Así es como actúa el Señor!
«Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré» (Génesis 12, 1). «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo» (Marcos 10, 21). Sí, llega la hora de dejarlo todo nuevamente; el medio universitario, París, e incluso a los pobres, para seguir a Jesús, tan solo a Jesús, pobre y crucificado. Ir «al desierto» para ser enviado de nuevo a la hora de Dios.
Así que nos envían a Vézelay, a una hermana mayor y a mí. La hermana Jean-Paul o.p., que es entonces la provincial, confirmará este envío con palabras proféticas: «¡Para saber si algo viene del Espíritu Santo, hay que hacerlo!». Nos vamos, «sin oro ni plata», para vivir en la oración y la pobreza.
Los primeros días de noviembre de 1974, Vézelay nos acoge en su luminosa basílica, bañada cada mañana por la luz del Salvador, «sol naciente que viene a visitarnos» (cf. Lucas 1, 78); y habitada por la presencia de santa María Magdalena. A su intercesión confiamos a las personas encontradas en pasadas noches en París y comenzamos a vivir a su escuela, «sentadas a los pies del Señor», escuchando la Palabra (cf. Lucas 10, 39), con María, la Madre de Jesús, que «guardaba todas estas cosas en su corazón».
Vézelay también quiere decir encontrar de nuevo al hermano Jean-Claude. El Señor nos lo dará en primer lugar como padre espiritual y, más adelante, para fundar con nosotras la Comunidad del Cordero. Tanto el padre Christoph Schönborn como el hermano Jean-Claude harán memoria después de estos primeros momentos en Vézelay. Escuchémoslos.
El hermano Jean-Claude cuenta: «Día de Todos los Santos de 1974 en Vézelay, en una casita pequeñita y muy pobre: allí, el padre Christoph confiaba la presencia eucarística del Señor a las hermanitas Marie y Réginald. Eran los comienzos de la Comunidad del Cordero y no lo sabíamos. Días antes, otro fraile, párroco de Vézelay, y yo mismo, habíamos preparado la casita. Ahí, como en germen, estaba ya condensada toda la historia… es bueno hacer memoria, sí, sin desperdiciar lo más mínimo el don de Dios.
«“¡Es el Señor!” (Juan 21, 7) Primer día, Jesús toma posesión del lugar, Él es el único Maestro, el Amigo, el Esposo, el Cordero. Esta instalación del Santísimo Sacramento por el padre Christoph será lo que constituya el punto de partida, la base, el soporte, la semilla inicial, la única referencia en adelante.
«“No os llamo ya siervos sino amigos” (Juan 15, 15). Ciertamente es la amistad lo que nos reúne a Marie y a sus hermanas, al padre Christoph, a los dos franciscanos… y nunca habremos acabado de descubrir las maravillas de este “amaos como yo os he amado” (cf. Juan 13, 34) que tan claramente se manifestó en los comienzos.
«Una casa de oración en pleno centro del pueblo, alejada de la gran ciudad y sin embargo en medio de los hombres. La gente empezará a llamarla ermita de Santo Domingo –y efectivamente, allí vivió sola la hermanita Marie durante nueve meses–. Fue un lugar de retiro, de soledad, dedicado a la alabanza y a la intercesión, a la oración solitaria, a la liturgia, –que rápidamente cobra una gran importancia–, al estudio, a la guarda y a la transmisión de la Palabra de Dios.
«“Bienaventurados los pobres” (Mateo 5, 3). Era efectivamente una casa un tanto pobrecilla, que por sí misma hablaba de la primera de las Bienaventuranzas. Todos juntos proferíamos esta oración: “¡Señor, concédenos el don de la imposible pobreza de tu Evangelio!” Un poco más adelante, de este misterio de la pobreza evangélica florecerán inevitablemente la mendicidad y la itinerancia».
«Por mi parte, todavía me asombro, dice el padre Christoph, de haber sido testigo privilegiado de estas primeras horas en las que, acompañándoos a Vézelay, celebré la primera eucaristía y les dejé a las hermanitas Marie y Réginald la Presencia de Jesús para adorarle, en esta casita tan pobre, tal y como las quería nuestro padre santo Domingo. Se leía el Evangelio de las Bienaventuranzas (Mateo 5, 1-12). Ciertamente que mi predicación, todos lo recuerdan, se hizo eco de esta palabra. Era el 1 de noviembre de 1974, día de Todos los Santos. Recuerdo una frase de mi madre –estaba conmigo ese día– al dejar a nuestras dos hermanitas, que debían “quedarse” allí con Jesús: “¡Las dejas… en esta pobreza!” Yo creía, y ellas también, que eran “dichosas”, sí, con esta alegría que nadie puede quitar, cuando se descubre que es posible dejarlo todo por Jesús y que el Señor lo hace en nuestras vidas.
Todavía estarán dos meses juntas nuestras dos hermanitas; tras lo cual la comunidad de París pide ayuda y solicita el regreso de la hermana Réginald. La hermanita Marie inicia entonces la etapa de soledad en «la ermita de santo Domingo».
Nueve meses de «eremitorio»
Un tiempo para la oración y la soledad, la acogida de jóvenes universitarios y de numerosos pobres, un tiempo en el que el Cordero nos llama a seguirlo.
Volver a las fuentes bajo la inspiración del Vatican II
Al mismo tiempo, se me pide estudiar los textos latinos que expresan el carisma de la Orden de Predicadores en su forma más primitiva. Así se nos invita a volver “a las fuentes de los fundadores”, como propone el concilio Vaticano II. Entonces, empezamos a experimentar, y fue una gracia extraordinaria, la coincidencia entre la experiencia del abandono a la Providencia vivida recientemente y lo que nos revelaban estos textos.
El carisma de santo Domingo se descubre, expresado en una síntesis sorprendente: predicar el Evangelio haciéndose uno con el Siervo doliente, «imitando la pobreza de Cristo pobre», hacerse mendicante cada día para revelar el Amor mendicante de Dios que llega hasta ofrecerse en sacrificio, en una palabra, hacerse mendigo para revelar al mundo al Cordero de Dios: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29), todo el mal del mundo
Estos textos nos dejaban ver la experiencia propia de santo Domingo, nuestro padre, cuando oraba en la noche. Él contemplaba la pasión de Nuestro Señor Jesucristo: el corazón traspasado de Jesús, transparencia del Amor mendicante del Padre a la espera de las ovejas perdidas que el Hijo anda buscando, Él, el Enviado de la Misericordia. Esta luz del Amor mendicante transfigura hora tras hora a nuestro padre santo Domingo a imagen del Siervo doliente, cuyos rasgos adopta. Pobre y mendicante, helo ahí predicando en todas partes al Cristo pobre y despreciable.
Dios, en su Providencia, nos conducía a través de la sucesión de pequeños acontecimientos, tras los pasos de Domingo, siguiendo a Jesús. Estos textos iluminaban el don que Dios nos estaba haciendo cotidianamente, meditarlos era una sencilla acción de gracias. Todo lo que acabábamos de vivir cobraba luz: la vida evangélica tal y como la quería Domingo acababa de darse a nosotros, sencilla, y con un gusto a fuente y a agua viva.
Y como siempre, el don de Dios se inscribe en la humilde cotidianeidad.
Una Comunidad en el seno de la Iglesia: 1982-1983
Pronto, otras hermanas y después algunas jóvenes se unen a las tres primeras hermanitas. En 1982, la Madre general de nuestra Congregación me llama para decirme: «Lo que llevas en ti es nuevo, es preciso que tengas el valor de fundar.» Así que es cierto, se trata del nacimiento de una nueva comunidad en la familia dominica. Debe, pues, fundarse en Iglesia. ¿Pero qué obispo tomará bajo su cayado a este pequeño rebaño naciente? Habrá que pedírselo a la Virgen Santísima. Para ello, emprendemos la ruta, la hermanita Marie-Noëlle y yo, nos vamos como peregrinas hasta Lourdes para mendigar junto a la Virgen un obispo «que sea un padre, un hermano, un amigo».
Después de algunos días, entramos en la ciudad en la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, el 11 de febrero de 1982. Nos precipitamos hacia la gruta cuando, de pronto, suena el claxon de un coche. Un viejo amigo, que vive en los alrededores, sale del vehículo: «¿Qué hacéis aquí?», se exclama. Nosotras se lo explicamos brevemente y nos responde: «Yo sé quién es ese obispo que buscáis, ¡así que es por vosotras por lo que he venido a Lourdes! Esta mañana, me he sentido literalmente empujado a tomar el volante y en mi corazón, no dejaba de escuchar: “El padre Jean en Lourdes” ¡Sí, para vosotras es el padre Jean Chabbert, arzobispo de Rabat en Marruecos!»
Cierto es que, años atrás, tuvimos oportunidad de conocer a este obispo durante un congreso eucarístico en Lourdes. Pudimos en aquella ocasión dialogar con él acerca de lo que estábamos viviendo, fue una conversación desde la abundancia del corazón. Pero ¿en Marruecos? ¿Para fundar en Iglesia? Imposible imaginarse unos inicios así… Sin embargo, nuestro amigo sabe que el padre Jean Chabbert volverá a Francia. Propone llamarle al arzobispado de Rabat. ¡Hoy! ¡Ahora! Será una señal si él mismo descuelga el teléfono. Llamamos entonces. Reconocemos la voz del padre Jean que responde y, además, sí, está dispuesto, en cuanto vuelva a Francia, a acoger en su nueva diócesis a la pequeña comunidad.
Más tarde, evocando esta fecha del 11 de febrero de 1982, el padre Jean nos confesará que le había pedido a la Virgen María la gracia de permanecer a lo largo del día en oración junto a la gruta. Algunos meses después, el nombramiento es oficial: Monseñor Jean Chabbert es enviado a Perpiñán.
Llegamos a Perpiñán siendo doce hermanitas. Es el 28 de enero de 1983, festividad de santo Tomás de Aquino. Encontramos una casa en el número 33 de la calle Joseph-Denis, en el barrio de Saint-Jacques, un barrio pobre habitado por familias gitanas y magrebíes, a dos pasos del obispado. Dos muchachos con gran interés participan informalmente con nosotras en la fundación. Son las primicias de los hermanitos del Cordero.
El 6 de febrero de 1983, Monseñor Jean Chabbert, arzobispo-obispo de Perpiñán, reconoce en el seno de la Iglesia la Comunidad del Cordero. El 16 de julio de ese mismo año, festividad de Nuestra Señora del Monte Carmelo, el padre Vincent de Couesnongle, entonces Maestro de la Orden, reconoce la Comunidad como «una nueva rama surgida del tronco de la Orden de Predicadores». Nos escribe: «Y, como entre hermanos se quieren las riquezas compartidas, yo declaro que de ahora en adelante vosotras participáis de los méritos de la Orden, la cual se siente ya enriquecida, como santo Domingo en tiempos de Prulla, por vuestra oración y vuestro testimonio de vida. Es en esta comunión que, bajo la mirada de Nuestra Señora de la Contemplación, os bendigo en el nombre de santo Domingo».
El 8 de agosto de 1990, festividad de santo Domingo, de nuevo el padre Jean acoge oficialmente a los hermanitos en el seno de la Iglesia. Más tarde, el 22 de noviembre de 1999, fray Timothée Radcliffe o.p., Maestro de la Orden, reconoce a los hermanitos «como parte de la familia dominica». Su sucesor, fray Carlos Aspiroz o.p., confirmará esta acogida dos años después.